«Día terrible, lleno de gloria, / lleno de sangre, lleno de horror, / ¡nunca te ocultes a la memoria, / de aquel que tenga patria y honor!». Así comienzan los versos escritos en 1810 por el poeta Juan Bautista Arriaza en honor a los caídos el 2 de mayo de 1808. Aquel fatídico día da nombre a la Plaza del Dos de Mayo, en honor a los caídos en lucha por el pueblo de Madrid. El hecho histórico que da nombre a esta plaza se encuentra dentro del emblemático barrio de Malasaña. En aquella infausta jornada de hace casi dos siglos, pereció una joven mostoleña de 15 años de edad de nombre Manuela Malasaña. Como muchos otros jóvenes madrileños, esta muchacha se incorporó a la defensa del
Parque de Artillería de Monleón, actual plaza del Dos de Mayo, cuyos jefes eran
Daoíz y
Velarde, muertos asimismo en aquella contienda.
Manuela Malasaña debía ser famosa en su barrio por su juventud y simpatía, y el hecho de morir tan joven y entregando su vida a la causa de la libertad hizo que se creara en torno a su memoria una gran leyenda de heroína. Madrid dedicó a su memoria un barrio: el
barrio de Malasaña. Malasaña es castizo, cañí, chulesco.Un barrio literaturesco donde las grandes superficies comerciales no tienen hueco. Un Madrid de otro siglo por donde pasearon muchos de nuestros escritores más afamados; el Madrid del XIX, tantas veces retratado en las novelas de fin de siglo, aquel que recorrió Galdós multitud de veces con su Miau, aquel Baroja con la Busca paseando por las callejuelas del céntrico Madrid.
Recorrer Malasaña es volver a un pasado con historia, a un Magerit, origen árabe de la palabra Madrid, más familiar donde todos los vecinos se conocían; hoy Malasaña es una mezcla heterogénea de nacionalidades, latinoamericanos que abren sus negocios de locutorios para ganarse la vida, chinos con tiendas de alimentación que cierran a las tantas de la noche, bares que recuerdan que hace dos décadas por sus noches pululaba la movida madrileña. Aquellas noches de apertura política y democrática dejaron paso a noches de botellón salpicadas con reyertas que le dieron fama televisiva a una plaza, la del Dos de Mayo, que ha sido siempre foco de historia, cultura y nostalgia.
Si visitas Malasaña es mejor dejarse la corbata en casa. Caminar por sus calles en una tarde otoñal y lluviosa en Madrid, donde mueren las terrazas de un verano caduco y lejano, es volver a recuperar el romanticismo al respirar el aroma del Madrid de castañeras, de organillos y barquillos, el Madrid de las fiestas de San Isidro, el Madrid de chulos con su ajustada chaqueta de cuadros, su gorrilla y su blanco pañuelo al cuello, acompañando a las mocitas con mantón de Manila y tejas a recorrer la verbena de la paloma y pasear por las estrechas calles de barrios castizos como Malasaña.
Ciudad hospitalaria como ninguna, acogedora, nunca mira DNI o pasaporte, se es madrileño si se quiere, basta con vivir aquí y querer a Madrid. Barrios como Malasaña, Lavapies o La Latina son una muestra de convivencia de pueblos distintos, es una alianza de civilizaciones. Emiliano Roncero, argentino, y su esposa Lisa Núñez, chilena, jóvenes de menos de 30 años, son dos madrileños más del barrio de Malasaña, se vinieron a vivir al centro de la capital “porque la vivienda es cara”, y encontraron un piso de alquiler asequible para sus bolsillos en la calle San Andrés, “era de lo poco que se ajustaba a nuestros bolsillos”, afirma Emiliano mientras pone el chupete a su pequeña Valentina. Porque Valentina es otra madrileña más de apenas 9 meses, que mira desde su carrito con ojos de incrédula como un perro cercano olfatea todo lo que se encuentra a su paso.
“¿Miedo a vivir en Malasaña? El mismo miedo a que te pueda atropellar un coche”, responde Lisa, “es un barrio tranquilo, quizás los fines de semana haya más movimiento por ser una zona de copas, pero nosotros nunca tuvimos ningún problema”. A Malasaña se la asocia con los famosos botellones, alcohol recorriendo las venas de jóvenes madrileños que comparten la noche de la capital. Esta reunión pacífica de bebedores noctámbulos acumuló tanta fama que la Plaza del Dos de Mayo empezó a engrosar las guías de ocio como lugar de lenocinio alcohólico. Lo que empezó siendo una reunión de amigos para reír, contar y cantar tomando unas inofensivas litronas, pasó a ser el despiporre, cada fin de semana el número de invitados a la fiesta aumentó con las consiguientes consecuencias, suciedad, peleas, ruidos que hacían insoportable el descanso de los vecinos, etc. El ayuntamiento tomó cartas en el asunto y aposentó a sus municipales a la orden de “no pasarán”.
A Luisa esta situación la desborda, con cerca de 80 años a sus espaldas, y buena parte de ellos en su diminuta casa de la calle Manuela Malasaña, nos describe con desconfianza lo que en su opinión ha cambiado “su barrio de toda la vida”. Las arrugas de Luisa López son las marcas de una vida dura y complicada por las dificultades económicas para salir adelante, son las heridas abiertas por la hambruna de una guerra civil que la dejó huellas en su niñez. Sus momentos de lucida memoria se mezclan con pérdidas de memoria de una mujer que forma parte de la historia y vida de Malasaña. Ante la pregunta de qué le parecen los botellones, se encoge de hombros y huye a la carrera con su bolsa de pan como si detrás de ella llegaran los municipales con sus porras a disolver la fiesta pagana del alcohol.
En Malasaña la sangre siempre corrió como ríos de agua, la Plaza del Dos de Mayo vio pasar a diferentes generaciones delante de su estatua en honor a Daoíz y Velarde. Uno de los últimos episodios que tuvo lugar por estos lares ocurrió el pasado mes de septiembre, cuando un centenar de jóvenes apedreó a 20 policías. Los municipales intentaban socorrer a un hombre de raza negra que estaba siendo agredido por varios skin-reds.
Malasaña es de todos, pero para algunos, el sentido de libertad no existe. Malasaña es progre, es de izquierdas. Hubo un tiempo por los 80, que el partido de ultra derecha de Fuerza Nueva se propuso trasladar su sede a una calle colindante a la Plaza del Dos de Mayo. Su idea de nacionalizar la zona no surgió efecto, los guerrilleros de Cristo Rey, extinguidos pero que llevaban a las últimas consecuencias sus ideas fascistas, pretendieron hacerse los amos de la zona roja, pero los habituales de la zona, cientos o miles según las historias callejeras, se perpetraron para repeler la ofensiva, y no sólo consiguieron ahuyentar a los ultras, se hicieron dueños del barrio para la causa progre o de izquierdas. Hoy en día, y tristemente, todavía por las calles de este barrio emblemático suceden hechos tan lamentables como que haya cabezas rapadas de ideología de izquierdas que se dedican a decidir quién sí y quién no tiene derecho a transitar por las calles.
Malasaña, barrio de madrileños llegados de todos los lugares sigue siendo fuerza viva del siglo XXI, Julio Llamazares en El cielo de Madrid reúne a un grupo de amigos todas las noches en un bar de Malasaña llamado el Limbo. Historia ficticia pero que no lo es tanto si uno decide pasarse una noche a tomar una copa por los bares aledaños a la zona, y se inmiscuye en la magia que transmite este barrio, paseándose por sus callejuelas galdosianas.